sábado, 27 de octubre de 2012

Sorrow.

Golpeó la mesa, agachó la cabeza y rechinó los dientes para no decir algo que no quería. No quería que la ira lo sobrepasara y que empezara a hablar por él. Golpeó nuevamente la mesa, pero con la otra mano y entre las dos, un golpe con la cabeza. Ella sólo veía lo que el hacía y sentía que le temblaban las manos, pero era él que apretaba los músculos y movía la mesa. Pobre mesa, se llevó lo peor ese momento.

Se puso de pié, tomó ese gorro japonés que había adornado su casa desde hace años y sin decir palabra se acercó hacia la puerta y se quedó en el umbral antes de hacer cualquier cosa. Levantó la cabeza y sintió el frío que lo invadía. Ella miró su té y luego donde la cabeza de él estaba, había dejado marcada su frente con sangre y sus ojos con lágrimas. Otra lágrima recorría la cara de ella. Fue a verlo.


Parado en la puerta, ahora cabizbajo, no se movía. Parecía que tiritaba, pero no se movía. 

Le tomó la mano. Él le pidió que no, que no se acercara, que no le dijera palabra alguna.


Ella no le hizo caso y le tomó el antebrazo. 

Se dio vuelta y la abrazó, manchó su ropa con sangre. Manchó su cuello con lágrimas. Manchó su alma con dolor.


Le dijo que no volvería, que tuviera una buena vida y que lamentaba haberle hecho perder su tiempo.

Tomó el gorro, se lo puso y salió a la lluvia.



Y sucede que no volvieron a verse las caras. Ni a hablar. No hubo una señal de vida y tampoco un recuerdo que disminuyera el peso del dolor. Ella nunca encontró alguien como él y él nunca volvió a buscar el amor, sabía que sería en vano.

Sucede que él volvió a embarcarse en ese barco que daba vueltas en una espira de autodestrucción.

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