Y llegó a suceder que Eric se paró en la misma esquina, meses después, y se fumó un cigarro apoyado en ese poste. Y miró pasar los autos, esperando, impaciente y ansioso. Nada pasó. Ninguna cara conocida se bajó de ningún auto conocido, sentía que no pertenecía ya a este mundo, se sentía agobiado y la impaciencia no lo dejaba.
Día a día y como estúpido miraba desde el poste por si volvía. Por si, al menos, podría confundirla para tener un ápice de esperanza.
Y así pasaron ciento dos días. Ciento un cigarros y millones de autos. Unos cuantos litros de alcohol. Cien canciones tristes para guitarra y unas seis canciones para llorar. Eric nunca perdió la esperanza ni la paciencia pero tampoco la ansiedad ni la impaciencia. Tampoco perdió el cuchillo y tenía miedo de conocer un nombre que le diera uso. Y así pasaron días que sentía como meses.
Ese día tocaron su hombro, preguntando la hora, respondió sin mirar más que el celular que apenas asomaba de su bolsillo. Ella reconoció la voz de Eric pero no dijo nada, tampoco se fue del lugar. Quedó del otro lado del poste y se apoyó en la misma posición que estaba él, inconscientemente. Eric sacó un cigarro, el número ciento dos y ella sintió esa particular combinación del olor del cigarro con el olor del perfume de Eric, pero había algo distinto en el aire. Y ambos sabían que era la incomodidad de saber que los dos estaban allí pero no podían hablar, no se podían ni mirar.
Como poseído, Eric prendió otro cigarro aún cuando no había terminado el que iba fumando, botó el viejo y se giró. Se dio un ligero golpe en la frente contra el poste, quemó una vez y tomó la mano de ella sin decir palabra. Y así caminaron a paso apurado durante veinte minutos hasta llegar al mismo lugar donde se habían dado el primer beso, Eric se tendió allí y se tapó la cara hasta la punta de la nariz con el gorro que siempre llevaba en invierno, ella no dijo nada y se apoyó en el pecho de él a escuchar su corazón, a sentir su calor, a hablar sin pronunciar palabras. La luna daba un impresionante espectáculo de luz blanca y el mar acariciaba los oídos de los amantes distanciados.
En cuanto Eric abrió la boca para hacer la maldita pregunta, ella le dio un beso.
Nada se dijo hasta el otro día.
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