Te quedaste ahí, sentada al lado de la ventana mirando al suelo. Buscando una respuesta en tu cabeza, aún a sabiendas de que no la tenías, llevas tiempo preguntándote. Tu cara reflejaba más que la tristeza que te acongojaba, era una preocupación. Temías con toda tu alma a quedarte para siempre así y no poder volver jamás a entregarte a ciegas.
Sentado frente a ti, en el suelo, buscando tu mirada estaba. No sabía porqué te quedabas así. Quería abrazarte y besarte, pero no estabas ahí. Eras tu la que tenía perdida la mirada y no eras tu la que estaba sentada frente a mi. Mujer, que no encuentres la respuesta puede ser porque estás haciendo mal la pregunta.
Y no te moviste durante media hora, con suerte pestañeaste. Y no me pude quedar quieto ni por un segundo, recorrí como gato encerrado la pieza. Tu respiración era la de un muerto. Mi respiración era de haber corrido mil maratones en esa media hora. Tu tranquilidad perturbaba mi desesperación. No parecías querer hablar y yo no podía articular palabra alguna.
Te tomé, te senté en el suelo y te obligué a mirarme. Me senté frente a ti y puse mi cara a doce centímetros de la tuya. Y te obligué a responder. ¿Cuándo dejarás esa apatía? ¿Por qué no me dejas? ¿Qué esconde esa cabecita tuya?
Tu respuesta fue más simple de lo que esperaba, sonreíste, me besaste, te vestiste y te fuiste.
Cuando corrí a buscarte sólo encontré un papel bajo la taza de café que no terminaste y una palabra que tan sólo por un momento creí perder.
Paciencia.
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